Hoy me puse los ojos de usar zapatos rojos y llovía.
Salí, desnudo, a la calle que olía a números imaginarios. Mis brazos comenzaron
a susurrar una melodía color sepia, muy parecida a un viejo blues que cantaba
Trixie Smith. Quise llorar, solo por hacer algo distinto, pero no.
Caminé siguiendo planos de tesoros sin el menor asomo
de letras equis; esquivando dragones chinos y unicornios montados en pelo por
gendarmes con gorros frigios y camaleones invisibles sobre los hombros. Algunos
empleados de la ciudad estaban sacando lunas gastadas de los faroles, y
guardándolas en cajitas de madera, primorosas, para futuros trasplantes.
Dos milenios después habían pasado diez minutos y
llegué a la farmacia por designio de los dioses o por la más solitaria
casualidad. Quién sabe.
Entré. El farmacéutico, boticario de la vieja escuela,
me miró de arriba abajo con sus anteojos para leer inglés antiguo.
«Consiga aquí nuestras píldoras para ser más alto»,
decía el aviso ―«píldoras», decía, y no «pastillas»―, «píldoras para ser un
guerrero bantú, para tener pelos en la lengua, para ser chueco, para derrotar
al enemigo, para que perdonen nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a
los que nos ofenden, para ser pelado, para bailar sobre el puente de Avignon,
para adivinar el futuro en las entrañas del café, para escuchar cómo crece el
maíz en las tardes nevadas de otoño».
—Caramba —me dije―. Y aspirina. Una simple aspirina,
¿tiene?
Tenía. Y también tenía agua.
La tomé y miré al cartel, otra vez. «Pastillas para la
acidez estomacal», decía.
Volví a la calle y seguí caminando por un día soleado,
completamente chato.
Microrrelato leído en "Córdoba breve. Primer encuentro de microrrelatistas"