En cuanto lo vi en el puente con la mirada
perdida y el rostro confuso supe que necesitaba ayuda. Como me considero un
buen psicólogo, decidí socorrerlo.
Me acerqué, le ofrecí un cigarrillo y nos
quedamos conversando largas horas apoyados en la baranda.
Ya casi amanecía cuando apreté el gatillo.
Aguanté el cuerpo con el hombro y disparé por segunda vez a su cabeza. Luego,
con un empujón, lo tiré al río.
Me alejé con paso sereno y la satisfacción del
deber cumplido. No hay nada que me ponga más contento que ayudar a los suicidas
indecisos.
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